Un Mundo Prometedor

Me encontré con Iván Azpizua cuando salía del hospital. Al principio no me vio, estaba de pie en uno de los pasillos principales. Recorría con la mirada un tablón lleno de fotos y mensajes manuscritos de pacientes, uno de esos cajones de sastre que intentan ser una permanente inyección de ánimo para médicos y enfermeros en las plantas de pediatría. Tenía la mirada volcada pero los ojos ausentes. Parecía descansar la vista en las imágenes. Aun sacado de contexto, en un entorno tan impersonal como es cualquier hospital, lo había reconocido de inmediato. Escaso mérito, dada su particular fisionomía. Me entretuve un rato contemplando su figura con nostalgia. Su elevada estatura y su corpulencia me sorprendían una vez más. Estaba cambiado, sin embargo. Seguía teniendo la piel muy tostada, el pelo azabache ligeramente caído sobre el ojo derecho. Cuando al fin me acerqué a saludar tardó unos segundos en reparar en mí, en mi figura pequeña, solícita, en ese trozo de su pasado reciente que sin embargo debía ser, para él, tan lejano. Después se mostró muy educado, yo diría que incluso risueño por momentos. Escuchó con interés mis devaneos mentales sobre aquellos últimos años y respondió con cortesía a mis preguntas sobre su vida. Pero había algo en él… Desapego, quizás.

Mientras charlábamos en aquel inusual escenario – yo acababa de salir de una de las últimas revisiones de mi embarazo, él estaba visitando a un familiar, del que no quiso dar más detalles – algunos internos y otras personas de paso nos lanzaban miradas curiosas, dubitativas. Iván estaba sin duda acostumbrado, porque seguía la conversación con naturalidad e indiferencia, como si no se percatara de aquel revoloteo en torno a su persona. Gracias a dios, nadie nos interrumpió ni le asaltó con preguntas, para eso Madrid es una ciudad confortable, supongo, habituada a los rostros conocidos, respetuosa. No hablamos mucho, apenas unos minutos, y en verdad casi todo el peso de la conversación lo llevé yo. Seguía siendo un hombre excepcionalmente guapo. Aún más guapo que antes, si cabe, porque conservaba el mismo rostro, tan bello, pero había cambiado el desafío constante que eran sus ojos por una reserva, un recatamiento, un conocimiento soterrado, precavido. Hacía ocho años desde que habíamos dejado de compartir aula, pero parecía que en su vida había pasado mucho más tiempo. Se le veía mucho menos joven, lo que, para una persona de apenas veinticinco años, quiere decir menos impetuoso. Siempre fue un espíritu reservado, Iván, o así lo recordaba yo casi hasta el último año del instituto. Pero cuando hablé con él, aquella última vez, había adquirido una reposada distancia de las cosas. Como si su cuerpo caminara por el mundo, pero su mente se elevara sobre él, etéreo y disperso, ajeno a los pormenores que implica habitar un cuerpo físico y sujeto a las leyes de la vida práctica.