
Me encontré con Iván Azpizua cuando salía del hospital. Al principio no me vio, estaba de pie en uno de los pasillos principales. Recorría con la mirada un tablón lleno de fotos y mensajes manuscritos de pacientes, uno de esos cajones de sastre que intentan ser una permanente inyección de ánimo para médicos y enfermeros en las plantas de pediatría. Tenía la mirada volcada pero los ojos ausentes. Parecía descansar la vista en las imágenes. Aun sacado de contexto, en un entorno tan impersonal como es cualquier hospital, lo había reconocido de inmediato. Escaso mérito, dada su particular fisionomía. Me entretuve un rato contemplando su figura con nostalgia. Su elevada estatura y su corpulencia me sorprendían una vez más. Estaba cambiado, sin embargo. Seguía teniendo la piel muy tostada, el pelo azabache ligeramente caído sobre el ojo derecho. Cuando al fin me acerqué a saludar tardó unos segundos en reparar en mí, en mi figura pequeña, solícita, en ese trozo de su pasado reciente que sin embargo debía ser, para él, tan lejano. Después se mostró muy educado, yo diría que incluso risueño por momentos. Escuchó con interés mis devaneos mentales sobre aquellos últimos años y respondió con cortesía a mis preguntas sobre su vida. Pero había algo en él… Desapego, quizás.